10 de octubre de 2010

Robin Hood, Mariana y un Templario en Pamplona

Desde hace tres meses hemos estado viendo en casa Robin Hood, una serie de la BBC que nos ha tenido intrigados hasta ayer.
Para los que vagamente recuerden la versión de los años 60 con Errol Flynn (aquel mucho más amanerado con una mallas de bailarín marcapaquetín), El Señor de Locksley, vuelve de las cruzadas, después de luchar durante varios años a las órdenes del Rey Ricardo Corazón de León, legítimo Rey de Inglaterra quien se queda en Palestina luchando contra los infieles para recuperar Tierra Santa (como entonces no había fútbol ni tele...).
Al volver a su tierra se encuentra con que el Sheriff de Nottingham, un déspota, malo, malo malísmo (hasta tiene cara de malo) ,somete al pueblo, lo ahoga a impuestos y toma la justicia por su mano con la connivencia y el apoyo del Principe John, hermano del Rey Ricardo que además conspira para, durante su ausencia usurparle el trono de Inglaterra a su propio hermano.
Al darse cuenta de esto, Robin de Locksley se declara en rebeldía y con un grupo de fieles, se refugia en el bosque y comienza la historia que todos conocemos: atracos a ricos para repartir a pobres, capítulos en los que casi les cogen, les matan, pero que, milagrosamente se salvan en el último minuto –cosas del guionista-.
Ah¡ se me olvidaba casi lo más importante¡ Está ELLA, Marian, una bella cortesana (¡¡cómo le quedan los vestidos de época¡¡¡) que, a su manera, hacía la competencia a Robin y ayudaba a los pobres disfrazándose de “Ruiseñor de la Noche” y saliendo por la noche a repartir por los pueblos lo que había ido cogiendo por el castillo.
Cómo no, queda prendada del arrojo, valentía y belleza de Robin (es que lo tenía todo¡) y, cómo no, este amor es correspondido por Robin (no me extraña, pedazo mujer, la Marian ésta¡¡¡).
Bueno, a lo que iba, tras cinco meses luchando por el honor de Inglaterra y el legítimo reinado del Rey Ricardo, y cuando ya han ganado la batalla, en el último suspiro una daga envenenada, mata a Marian a la que antes de morir Robin promete amor eterno (me lo conozco, son todos iguales, y se lo dirá a todas las que mueren en sus brazos…).
En ese momento miré a mi derecha y a mi izquierda y sendos lagrimones caían por las mejillas de Paula y María. Paula, lo aceptaba resignadamente y murmuraba “qué pena”…; María, más rebelde, con rabia, gritaba “¡¡¡es que no le pueden salvar con un beso como se hace en las películas¡¡¡

En ese momento el que se estremeció y tuvo que contener las lágrimas que a punto habían estado de salir con la muerte de Marian (¡es que le había cogido cariño, después de cinco meses…¡¡) fui yo. Porque ví el momento tan bonito pero complicado en el que está Maria.
María, por una parte está creciendo, pero por otra sigue siendo una niña, y sin quererlo, todavía desearía que las cosas se arreglaran con un beso del príncipe (o princesa, que a mí no me importa que me resucite una moza como Marian). Algo que hace mucho tiempo sabemos que no.
Y he pensado que dejamos de ser niños, no cuando descubrimos que los reyes magos viven en casa, sino cuando vemos que hay cosas que no tienen remedio, que no tienen marcha atrás, que no vuelven, que hay cosas que se pierden y se pierden para siempre y no hay magia que les ayude. Que la vida se compone de risas y penas con momentos malos y con cosas buenas. Que no es Disney y eso de despertar a la princesa con un beso,… ¡va ser que no¡.
Y en ese paso están María y tantas niñas de su edad (los niños, pensando en Messi, Cristiano Ronaldo,… nos enteramos de esto cuando nos casamos –y no todos-…).
Pensé (qué derroche de pensar, tengo agujetas de ayer) que, aunque Bill Gates hizo una de las grandes aportaciones a la humanidad –el botón “deshacer” de Windows que sustituyó al tippex-, sigue sin existir un botón de “deshacer” para la vida real. Qué bien nos vendría ese botoncito, para esas palabras, esa decisión, esa… verdad?
Hoy, domingo por la mañana, como me gusta hacer mientras mis chicas siguen durmiendo, me he ido a tomar un café y un croissant (o croasan o cruasan o como se escriba) a una cafetería.
En ese momento ha entrado en la cafetería un apuesto joven (porque lo era), vestido con cota de malla cubriendo su cabeza, casco, y manto blanco de templario sobre el que se dibujaba una gran cruz roja. No llevaba mochila sino una especie de saco. Es cierto¡ A esas horas suelo estar sereno. De verdad que parecía sacado de la serie de Robin Hood…

Los que estábamos en la cafetería estábamos alucinados, mirándonos unos a otros mientras este buen hombre pedía un “cofi, plis, güiz sugar”.
Como soy de natural cotilla, nadie es perfecto (y además del Real Madrid, o sea sin remedio) le he preguntado si no le importaba decirme a qué se debía tan singular indumentaria –todo ello en correcto inglés de academia Bidegain-. Y me ha explicado amablemente que era alemán, que llevaba tres meses andando para llegar a Santiago y de ahí visitar la sede de la Orden de los Templarios portuguesa a la que pertenecía. Todo ello con una cara de paz, serenidad y sencillez que me ha impactado.
Después se ha ido, despidiéndose amablemente de todos deseándonos un buen día.
No sé si estaba loco o más cuerdo que yo (esta opción será la más probable), si su historia era cierta o no, pero lo que si me ha dado pena es que, ya puestos a que me visitara de sorpresa un personaje de Robin Hood, no haber tenido la suerte de que fuera Marian a la que gustosamente hubiera acompañado a Santiago, a la sede de la Orden en Portugal y al Sudáfrica para juntos animar a España (bueno si ella insistiera mucho, a lo mejor, por quedar bien con la Orden, hubiera
animado a Portugal).

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